Contaba con 8 años cuando papá se fue a hacer las

Américas. Vivíamos en una pequeña casa de pescadores con dos plantas. Le recuerdo salir de allí por el umbral de la puerta con una maleta de viaje y una bolsa con comida prometiendo volver en breve para llevarnos con él. A los pocos meses llegó un pasaje para mi madre hacia Cuba y marchó también prometiendo regresar. Partió con tres maletas de viaje y dos bolsas con comida dejándome sólo con el abuelo. Jamás volví a saber de ellos.
El abuelo se empeñó en enseñarme las lecciones en esa época en que los niños de mi edad volvían a la escuela. No tenía amigos, los chavales se conocían todos entre ellos y yo a ninguno. Recuerdo las mañanas en el jardín, cuando el abuelo regresaba de vender la mercancía que durante toda la noche había estado pescando. Solía levantarme con un enorme vaso de leche caliente sobre la mesita y unas tostadas con azúcar y aceite

que tomaba ya de pie en la cocina mientras le observaba a través de la ventana. Me gustaba verle regar las flores, las hortalizas y ese limonero. Cuando terminaba iba con él y allí empezaban las clases. Me hablaba de guerras, de números, de artistas, leyendas... Finalizábamos siempre con la lectura en el salón de algún cuento para niños que yo no solía creer pero que por el contrario, alimentaba mis sueños y mis horas muertas en la casa.
Todavía pienso en la mañana que por primera vez le escuché hablar de las sirenas. Fue precisamente en el jardín, mientras me contaba cómo todas las noches que había buena mar él y sus compañeros, cada uno con su red, cogían las barcas y se lanzaban a un oscuro y profundo océano bajo un manto de estrellas, con la luna sobre sus cabezas como única compañera y todas aquellas leyendas que se contaban mientras hundían las redes en el agua. Habló de aquellas criaturas con cola de pez y cuerpo de mujer que peinaban sus largas cabelleras con cepillos de coral utilizando la luna como espejo. Que igual que hermosas eran crueles y con sus cantos hacían enloquecer a marineros que tranquilos navegaban por las aguas saladas llevándolo

s a la deriva, estrellándoles en espigones, hundiendo sus barcas, provocando crueles tormentas.
Aquella noche fue inquietante y oscura. No había logrado ver una sola estrella brillar en el cielo cuando momentos antes había tenido que bajar al baño en un aprieto cruzando el jardín. El viento golpeaba puertas y ventanas mientras se agotaba la última vela que quedaba en mi cuarto. Había olvidado coger antes de repuesto. La casa se encontraba repleta de fantasmas y hombres del saco acechando a niños que se encontraban solos. Había intentado cerrar los ojos pero no había logrado dormir, así que permanecí horas mirando cómo la débil llama danzaba sobre la cera, obligándome a imaginar bonitas historias de hidalgos caballeros y valerosos piratas. Alguien, de pronto, aporreó la puerta de entrada. ¿Quién podía ser a esas horas? Descarté al instante la posibilid

ad que fuera un vecino en una visita de cortesía, así que decidí esperar. De nuevo aporreaban con ansia. Asomé la cabeza por el ventanuco que daba a la calle pero no pude ver nada. Pensé que tal vez ahora me tocaba a mí ser el héroe. Esa era mi casa y debía protegerla. Me armé con todo el valor que encontré y me dispuse a bajar por las empinadas y estrechas escaleras. El viento cada vez silbaba más fuerte a través de las paredes, la madera crujía bajo mis pies y de pronto, al fin, se consumió la vela. El valor de antaño se escurría por un infinito laberinto y pensando ya que todo aquello debía ser fruto de algún tipo de conspiración sobrenatural, salí disparado chocando contra cantos y muebles hacia el exterior para poder respirar un poco de aire fresco. Y fue allí cuando al fin abrí la puerta, cuando me encontré con esos dos tipos sujetando a mi abuelo que se presentaba medio desmayado y con una brecha en la cabeza que cubría su pelo y su rostro de sangre. Aquella imagen me congeló. Rápidamente me acerqué hacia la cocina en busca de v

elas para iluminar el salón. Sobre el sofá tendieron al abuelo diciéndome que estaba bien, que uno de los chicos había ido en busca del médico y no tardaría en llegar..
Yo no sabía si estaba bien o no, sólo sabía que también el sofá ahora se teñía con sangre, y que no reconocía su mirada en esos ojos perdidos en algún cielo. Al llegar el doctor con el joven, mi casa quedó invadida por desconocidos que educadamente me invitaron a acostarme y dejar la vida de mi abuelo en sus manos. Aquella noche cayó una gran tormenta.
Efectivamente, al día siguiente ya se sentía mucho mejor. Lucía unas vendas justo en el lugar donde tenía la brecha que cambiaba y limpiaba para evitar una posible infección. Pero algo en su mente se había distorsionado. Me contó que una fuerte lluvia les había cogido en alta mar la noch

e anterior. De pronto escuchó algo que parecía una voz a lo lejos. Pensó que tal vez alguien habría podido naufragar con el temporal y necesitaba ayuda así que fue hacia la voz haciendo caso omiso de la tormenta que se avecinaba. A medida que fue acercándose pudo oír la voz más clara y se dio cuenta que ésta pertenecía a una mujer que más que necesitar ayuda se regocijaba en su canto. Juró que era la voz más hermosa que jamás había escuchado. A partir de ahí no recordaba gran cosa: la tormenta cayendo sobre él, su barca hecha añicos a golpes de olas y una madera de ésta golpeando en su cabeza. El resto, sólo podía imaginarlo.
Ya no salía a pescar, no tenía con que hacerlo, aunque cierto era, también, que tampoco parecía apetecerle mucho. Ahora el a

buelo prefería quedarse en su jardín hablando con sus hortalizas y distante de todo lo que le rodeaba. Empezó a sufrir unas horribles jaquecas que le hacían delirar, hablar de cosas que no lograba comprender con gente que no conocía, y entonces se ponía a repetir ese nombre: “Nayrea, Nayrea...”
La noche que se marchó, sufrió el peor de éstos dolores. Apretaba con fuerza la cabeza entre sus puños mientras gritaba y derramaba lágrimas de impotencia. Cualquier cosa que yo pudiera hacer parecía inútil, sólo respondía a sus propios estímulos, los que le provocaban el sufrimiento. De pronto, se levantó de la mesa y comenzó una carrera hasta la puerta de salida mientras gritaba sin parar que por favor callaran, que no le torturaran más. Yo le vi perderse calle abajo mientras decidido se dirigía a su mar. Quedé unos segundos escondido tras mi portal, asustado. Cuando llegué a la playa ya sólo pude verle a lo lejos mientras a carcajadas se dirigía hacia su perdición. Yo le grité desde la orilla que no se fuera, que no podía dejarme solo. Pero de nada sirvió que le suplicara. Aquella noche volvió a haber tormen

ta. No me extrañó en absoluto. A la mañana siguiente los pescadores me encontraron congelado allí donde vi marchar al abuelo con la esperanza que todavía regresara. Me acompañaron a casa y cuando me preguntaron qué le había ocurrido sólo pude contestar: “Se lo han llevado las sirenas”. Ninguno de ellos volvió a preguntar nada. Cruzaron miradas cómplices y agacharon la cabeza con tristeza.
Pasaron tres semanas hasta que apareció el cuerpo del abuelo flotando a orillas del mar. Toda idea de sirenas, gnomos, hechiceros y dragones dejaron de tener sentido para mí desde ese instante. No podía más que pensar que había sido víctima de sus alocadas supersticiones y que a mí no iba a ocurrirme lo mismo. Con tan sólo doce años y pocos ahorros compré una nueva barca y me uní a los pescadores en sus largas noches de pérdida en un inmenso mar negro, bajo un manto de estrellas y la luna sobre sus cabezas.
Ahora siento como se avecina viento de tormenta, puedo olerlo en el aire. Creo que será mejor que me acerque hasta la orilla. Por si acaso.

Lástima que sea un anuncio.